El fenómeno comenzó a dejarse sentir en el momento en que las bandas de narcotraficantes, impedidas de exportar la droga hacia a los Estados Unidos, tuvieron que volverse hacia el interior del país en busca de mercado y, convencidas por los resultados de que no era el mismo negocio aquí que allá, decidieron diversificar su actividad pasando al secuestro; a la extorsión de empresas, familias y políticos ubicados en altos (y no tan altos) cargos públicos; al cobro de derecho de piso y a la venta de protección a cambio de dinero. A partir de allí el problema se masificó y se convirtió en asunto de seguridad y estabilidad nacional, aunque todavía haya quien no lo vea así. Las quejas y demandas de protección y de combate efectivo al llamado “crimen organizado” (tan mal definido, por cierto, que da lugar a que se acuse de ese delito al primer mortal que se quiera perjudicar), que hasta entonces se circunscribían a las clases de altos ingresos, se multiplicaron hasta convertirse en un clamor popular dirigido a los cuerpos de seguridad pública, al aparato encargado de impartir justicia y, finalmente, a los tres niveles de gobierno. Y fue la falta de respuesta; la ausencia y/o inacción de los cuerpos de seguridad; la lenidad, cuando menos culposa, de ministerios públicos, jueces y tribunales; y la aparente sordera del gobierno lo que provocó que comenzara a difundirse el rumor, primero de incompetencia, luego de disimulada protección y finalmente de abierta complicidad con los delincuentes. La última novedad es que, ahora, todos creen que los delincuentes se han infiltrado hasta las más altas esferas del gobierno y han perdido casi completamente la confianza en él.

Y por si algo faltara, ahora vemos, en vivo, en directo y a todo color, a grupos de encapuchados (la membresía, programa social y “banderas de lucha” de la disidencia no son discutibles ni opinables para el antorchismo nacional, profundamente respetuoso de toda expresión política distinta a la suya; y tampoco lo son su derecho a la manifestación y a la protesta públicas llevadas a cabo en términos de ley y, muy importante, respetando escrupulosamente, en un gesto de necesaria reciprocidad, el mismo derecho a cualquier grupo u organización que no coincida con sus puntos de vista), los vemos, digo, escenificando un espectáculo que se ha vuelto casi cotidiano: la “toma” a viva fuerza de edificios y oficinas, públicos y privados, seguida de una destrucción ciega e irracional de escritorios, computadoras, mesas, sillas, juegos de sala, puertas, ventanas, cristales, coches estacionados en las inmediaciones, etc., dejando un espectáculo desolador y mucha confusión en el espíritu de quienes contemplan semejante furor contra objetos que, por ser inanimados, no pueden ser culpados de nada. Y no paran allí las cosas: también vemos tomas y cierres de centros comerciales, de aeropuertos y de autopistas; incendios de edificios y oficinas, algunos realmente impresionantes como el del palacio de gobierno en Chilpancingo; el secuestro de vehículos, algunos con mercancía, que luego son usados como arietes para derribar puertas y rejas muy reforzadas; grúas para elevarse y poder destruir cámaras de vigilancia y lámparas del alumbrado público; toma de casetas de peaje para dar paso “libre” a los vehículos a cambio de su cooperación para financiar la lucha. Y para qué seguir.

Y en esto también hay novedades: el empleo de la fuerza, de la agresión directa y violenta contra cualquier evento público que a los líderes de esta lucha les parezca que va en contra de su movimiento, sin importar quien lo organice, quienes participen o el lugar donde se lleve a cabo. Se han dado agresiones tan inexplicables en términos de racionalidad política como la disolución de un encuentro de periodistas en Tlapa, Guerrero; y otras, llevadas a cabo con palos, tubos y varillas de hierro; con piedras, cohetones y bombas molotov, contra grupos populares que ejercen su derecho a la propia lucha. Y donde no se ha llegado a eso, hay una propaganda igualmente prepotente, autoritaria e ilegal que, al grito de “fuera organización fulana de mi feudo”, es una obvia amenaza contra quien no obedezca el ucase mencionado. No voy a dar aquí ningún nombre ni sigla de organización alguna, porque esto no es una denuncia y yo no soy un sicofante, aunque sobre quien piense lo contrario; se trata solo de poner de relieve un grave e inocultable problema que viene a sumarse a la ya complicada situación provocada por el “crimen organizado”, agregado que resulta lógico si no se olvida que en la base de ambos fenómenos está la misma causa, esto es, la ausencia total de las fuerzas del orden para disuadir y contener (no para reprimir) la violencia desatada, la inacción absoluta del aparato de justicia y la aparente sordera, sobre todo de los niveles municipal y estatal de gobierno (así lo ha denunciado el propio Presidente de la República) que parecen no darse cuenta de lo que pasa ni de sus perjudiciales consecuencias.

Peor aún: hay casos en que, al ir la ciudadanía a denunciar lo que está sufriendo y a pedir la intervención del gobierno para poner orden y dar a cada quien lo que en derecho le corresponde, se topa con la sorpresa de que el funcionario respectivo habla el mismo lenguaje que los agresores, defiende su actuación y amenaza con aplicar “todo el peso de la ley”, pero en contra de quienes se quejan. Doy tres ejemplos breves: en Michoacán, una mayoría de padres de familia de una escuela primaria fueron brutalmente golpeados y expulsados de la misma por un grupo de “maestros democráticos”; y el Secretario de Educación, Dr. Armando Sepúlveda López, al unísono con su subsecretario, Rafael Mendoza Castillo, defienden abiertamente a los agresores y, arteramente, mientras “negocian” con los inconformes, entregan la escuela en disputa a los porros, burlándose así sangrientamente de la buena fe de los quejosos. En Ixtapaluca, Estado de México, hace rato que hay amenazas, asaltos a los domicilios de líderes antorchistas como Lorenzo Serrano Hernández, agresiones a tiros contra un funcionario del Ayuntamiento y, por encima de todo, está el secuestro y asesinato de Don Manuel Serrano Vallejo, padre por cierto de la presidenta con licencia, Maricela Serrano, y del propio Lorenzo. Los responsables tienen nombre y apellido (el “diputado” Armando Corona Rivera y consortes), hay reiteradas denuncias ante la Procuraduría y el Gobierno del Estado de México e incluso se ha dado parte a Gobernación Federal, pero los agresores no sólo se pasean libres, altivos y retadores, sino que han arreciado sus asaltos y amenazas sin que nadie mueva un dedo para frenar tanto abuso y sevicia. Finalmente, un grupo de pobres sin vivienda de Guanajuato, hace meses fue despojado de sus lotes por el gobierno de ese estado y, luego de igual tiempo de lucha y de vivir a la intemperie, se les prometió adquirir para ellos un nuevo terreno. Han pasado más meses desde la promesa y, al ver que nada se cumple, decidieron manifestarse públicamente mediante una parada permanente frente al palacio de gobierno de Guanajuato. En respuesta, hoy su líder, el Ing. Gualberto Maldonado, es acosado y perseguido por la “justicia” acusándolo de “motín” y otras lindezas parecidas, para refundirlo en la cárcel. ¡Qué tal! ¿Eh?

Todo esto, totalmente verificable, y mucho más, es lo que está haciendo crecer inconteniblemente la sensación de que el ciudadano común, los hombres y mujeres de buen vivir, e incluso algunos miembros de las clases altas, están indefensos ante la criminalidad y ante la prepotencia y el hegemonismo violento que se han adueñado del poder cuando menos en algunos estados de la República; que, en consecuencia, no hay a quien recurrir en busca de ayuda ni en quien confiar para que imparta verdadera justicia. De seguir esto así, opino que será difícil impedir que la gente llegue a la conclusión de que no hay más que hacer frente por sí misma a la delincuencia y al abuso de poder, para frenarlos, derrotarlos y volver todo a su cauce normal. Llegado ese caso, la pregunta es: ¿de qué se podría culpar a los rebeldes?

Por agencia2

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